Amancio corrió con desesperación hacia su hijo, como si el mundo se detuviera a su alrededor.
Las lágrimas ya nublaban su vista incluso antes de tocarlo.
Cuando finalmente lo abrazó, lo hizo con tanta fuerza que parecía querer fundirse con él, como si así pudiera borrar el tiempo perdido.
—¡Hijo! —exclamó, entre sollozos, apretando a Amadeo contra su pecho.
Amadeo sonrió con ternura, aunque sus ojos reflejaban una mezcla de dolor y comprensión.
—¿De verdad pensaste que me rendiría, padre? ¿Qué dejaría que me arrebataran la vida tan fácilmente?
Amancio rio, pero su risa se quebró en llanto. Acarició el rostro de su hijo, con la reverencia de quien toca un milagro.
—¡Estás aquí…! ¡Estás vivo, mi hijo! —repitió, incrédulo, como si necesitara decirlo para convencerse.
Amadeo lo abrazó una vez más, con fuerza. Por un momento, sintió que todo el sufrimiento había valido la pena, solo por volver a sentir el amor de su padre. Pero ese momento duró poco.
Ernestina se abalanzó sobre él, envolvié