Amadeo despertó sobresaltado, con el corazón latiéndole en los oídos. Un presentimiento oscuro lo hizo incorporarse como un resorte, apenas cubierto por las sábanas arrugadas.
Un segundo después, el olor lo golpeó: humo, cenizas... fuego.
—¡Mierda! —murmuró, y sin pensarlo dos veces, se vistió a toda prisa.
El calor comenzaba a invadir la cabaña, la madera crujía amenazante. Corrió hacia la habitación donde Abril dormía aún, ajena al caos que se desataba. La encontró enredada entre las sábanas, tosiendo levemente, somnolienta.
Sin perder un segundo, tomó una sábana húmeda, la envolvió parcialmente en ella, y con la otra mano alzó una lámpara de fierro que arrancó de la pared. Corrió hacia la ventana más cercana, la golpeó con fuerza, una y otra vez, hasta que los cristales saltaron por los aires. El humo se colaba por cada rendija y Abril comenzaba a jadear con dificultad.
—Resiste, mi amor, ya casi salimos —susurró, aferrándola con fuerza.
La protegió con su cuerpo y, tras ayudarla a