Amadeo descendió lentamente hacia su cuello, y comenzó a besarla con una devoción exquisita, dejando tras cada caricia un rastro húmedo y ardiente.
Su lengua jugueteaba con su piel, succionando con delicadeza, como si su único propósito fuera adorarla. Abril se arqueó bajo él, sintiendo cómo su cuerpo perdía fuerzas, entregado por completo al deseo que la consumía. Su piel se erizaba, su corazón latía a un ritmo frenético, y el calor que la invadía era casi insoportable.
Los labios de Amadeo siguieron su descenso, y cuando alcanzó sus pechos, su lengua se convirtió en una tortura bendita.
La acariciaba con ternura y lujuria al mismo tiempo, lamiendo sus pezones con una precisión que la enloquecía. Abril liberó un gemido involuntario, uno que hablaba de placer y rendición.
Amadeo sonrió, orgulloso de lo que conseguía en ella, y sus manos —grandes, firmes, expertas— acariciaron sus senos con lentitud, dibujando círculos que la hacían estremecer.
Estaba tan excitada, tan entregada, que le