—¡¿Qué estás haciendo?! —espetó Gregorio, con la voz baja, pero cargada de veneno, como si le doliera hasta el alma.
Abril lo miró, serena. Y sonrió.
Una sonrisa tenue… peligrosa.
No dijo una sola palabra. Y ese silencio fue como una bofetada para él.
—¡Abril, eres una cazafortunas! —escupió Sarahi desde el otro extremo del salón.
Su rostro estaba rojo de furia.
Sus manos temblaban.
Y entonces, lo hizo.
Levantó la mano.
Como si Abril no fuera más que una amenaza, un estorbo que había que borrar.
Abril cerró los ojos.
No por miedo… sino por el dolor de una historia que se repetía.
Ya había sentido ese tipo de violencia antes, y dolía más cuando venía de alguien que alguna vez la miró como familia. Su suegra la quería, excepto cuando ya no la quiso, porque la herencia no le pertenecía a su hijo y solo creía alcanzarla a través de la manipuladora Jessica.
Pero entonces…
—¡No te atrevas! —rugió el abuelo desde su sillón, con una voz firme que retumbó en toda la casa.
Sarahi se congeló.
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