Al llegar al bar, Aníbal sintió que el aire estaba cargado de un ambiente extraño, casi sofocante.
Los murmullos, las risas y la música estridente parecían perder sentido cuando un mesero, nervioso, se le acercó.
—Señor… Rosalina está en la azotea —susurró, como si temiera pronunciar aquellas palabras.
El corazón de Aníbal dio un vuelco. Por un instante, se quedó inmóvil, con la sangre helada.
Una sensación de miedo le recorrió la espalda como un escalofrío helado. No esperó más.
Corrió hacia las escaleras, apartando gente a su paso, subiendo de dos en dos los escalones mientras su respiración se volvía agitada.
Cada peldaño lo acercaba a un destino incierto, y el eco de sus pasos sonaba como tambores de guerra en el silencio de su mente.
Cuando llegó a la azotea, la encontró ahí, de pie, bajo la luz mortecina de las farolas. Rosalina lo miraba con los ojos vidriosos, el maquillaje corrido por las lágrimas, los labios temblorosos.
El viento agitaba su cabello, desordenándolo, dándole