Al llegar a casa, el silencio de la mansión se volvió pesado.
Aníbal, con el rostro serio y la respiración entrecortada, llevaba a Mia entre sus brazos como si fuese un tesoro frágil que temía romper con el más mínimo movimiento.
Subió las escaleras sin detenerse y, al llegar a su habitación, empujó la puerta con suavidad.
La recostó en la cama, acomodando con cuidado su cabello despeinado sobre la almohada.
El corazón de Aníbal golpeaba con fuerza contra su pecho, como si estuviera dispuesto a estallar.
—Mia… —susurró, con un dejo de ternura y desesperación.
Ella, en un movimiento impulsivo, se arrodilló sobre la cama, con los ojos humedecidos por lágrimas que no sabía si eran de miedo, de amor o de locura.
—¡Mío…! —exclamó con una voz quebrada, acunando el rostro de Aníbal entre sus manos temblorosas.
Antes de que él pudiera reaccionar, lo besó con un ardor salvaje, con una pasión tan intensa que parecía surgir desde lo más profundo de su alma desgarrada.
Aníbal intentó resistirse p