Esa misma noche, la ciudad parecía cubierta por un velo de luces y sombras.
El bullicio del bar se apagaba poco a poco, y el eco de las risas y conversaciones quedaba atrás como un recuerdo distante.
Amadeo Dubois, con la elegancia que siempre lo caracterizaba, se encontraba aún en la mesa principal, compartiendo una última copa con algunos de sus empleados.
Habían cerrado un trato importante, uno que prometía multiplicar sus ganancias y consolidar su influencia. Era, sin duda, motivo de celebración.
Su asistente, Dora, estaba a su lado como siempre. Llevaba casi cinco años trabajando con él, acompañándolo en juntas interminables, viajes, cenas de negocios y noches de desvelo frente a papeles y contratos.
Era alguien en quien Amadeo confiaba ciegamente. Por eso, al levantarse de la mesa, fue natural que le pidiera que lo acompañara de regreso.
—Bien, hemos terminado —dijo él, con una sonrisa cansada, alzando la copa por última vez.
Se despidió de los presentes y salió junto a ella. E