—Señor Dubois, por favor… —la voz de Dora temblaba como si cada palabra fuese un hilo al borde de romperse—. Perdóneme, no me corra de la empresa. Yo… yo tengo una familia que mantener.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, el rímel corrido manchaba sus mejillas, pero no era más que un teatro cuidadosamente ensayado.
Extendió la mano para tocarlo, para buscar en él una pizca de compasión. Amadeo reaccionó con brusquedad, apartando su contacto como si quemara.
—¡Vístete! —ordenó con la voz rota de furia, sus ojos fijos, duros, como cuchillas atravesando la piel.
Hubo un silencio helado. Dora bajó la mirada, se envolvió en la sábana un instante, y luego, lentamente, comenzó a vestirse.
Amadeo hizo lo mismo, cada prenda que volvía a su cuerpo pesaba como cadenas, recordándole el error que lo marcaba.
—Se lo ruego —insistió ella, con voz suplicante—, hagamos como si nunca hubiese pasado. Por favor, señor Dubois, nadie tiene por qué enterarse.
Amadeo la observó con desdén. Sus ojos oscuros bri