—¡Mia! —exclamó Aníbal con la voz quebrada, como si en aquel grito se le escapara el alma.
Ella giró apenas el rostro, sus ojos empañados por las lágrimas, y sin decir palabra, se marchó.
Sus pasos resonaron en el suelo como un eco desgarrador que se alejaba, arrancándole un pedazo del corazón a cada instante.
Aníbal intentó ir tras ella, quería alcanzarla, detenerla, suplicarle que no se fuera otra vez. Pero entonces escuchó un quejido.
—Aníbal… ¿A dónde vas? —la voz de Rosalina lo frenó como una cadena invisible—. Mi bebé no está bien. Es tu hijo…
Aníbal se detuvo en seco.
Volvió el rostro y la vio, con una mano aferrada a su vientre abultado, fingiendo que se sentía mal para impedir que fuera tras Mia.
La culpa se clavó en su pecho.
El instinto le gritaba que corriera tras Mia, que no la dejara escapar otra vez, pero la realidad lo ataba allí, a esa mujer que reclamaba su presencia en nombre de un hijo.
Vio cómo Mia se alejaba, cada vez más pequeña en el horizonte de su mirada. Y co