—Aníbal… ¿Qué haces aquí? —la voz de Mia se quebró, apenas un susurro ahogado por la tormenta de emociones que le agitaba el pecho—. Debes irte.
Él avanzó un paso hacia ella, con los ojos llenos de desesperación, como si la vida entera dependiera de ese encuentro.
—Mia, por favor… —su voz era un ruego, un gemido que nacía desde el fondo del alma.
Ella retrocedió instintivamente cuando lo tuvo tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo.
—Recuerda… tienes a una mujer embarazada —sus palabras eran como cuchillas que se clavaban en ambos—. Es tu esposa… o lo que sea para ti.
Aníbal negó con fuerza, con rabia contra el destino.
—¡No! —exclamó, su voz resonó como un trueno—. No me he casado con ella, y nunca lo haré. ¿Lo entiendes? ¡Nunca! Porque nunca te olvidé, Mia. Nunca. —Se aferró a sus propias palabras, con el dolor dibujado en el rostro—. Te amo a ti. Siempre fuiste tú. Estaba loco, ciego, preso de mis inseguridades y de mi maldita estupidez… pero ahora lo sé: no puedo vivir sin