—Déjenos a solas.
La voz de Gregorio fue firme, casi autoritaria, dejando claro que no aceptaría réplica.
Rebeca lo miró con fastidio, rodando los ojos como si aquello le pareciera una pérdida de tiempo.
Sin embargo, tras un breve silencio, dio media vuelta y salió, cerrando la puerta tras de sí.
El sonido del pestillo al encajar resonó en el pecho de Abril como un golpe seco.
Gregorio se acercó con paso lento, sin apartar la mirada de ella. Sus manos se movieron con una calma inquietante mientras retiraba la mordaza que cubría su boca.
Abril sintió el roce áspero de la tela húmeda por sus lágrimas y saliva. Respiró con fuerza, como si hubiera estado sumergida bajo el agua.
—Abril… —pronunció su nombre con una mezcla extraña de dulzura y amenaza.
—¡¿Qué haces aquí, Gregorio?! —gritó ella, su voz quebrada entre la rabia y el miedo—. ¡Déjame ir, déjame ir!
Él sonrió. No era una sonrisa cálida ni nostálgica; era una mueca torcida, la expresión de alguien que cree tener el control absoluto