Benjamín irrumpió en la habitación como un vendaval, y lo que vio lo dejó momentáneamente paralizado: Ricardo, con los ojos desorbitados, tenía ambas manos apretadas contra el cuello de su madre.
No era la primera vez que esa mujer lograba sacarle lo peor, pero aquella escena era más cruda, más peligrosa, como si todo el rencor de años estuviera concentrado en esos dedos que apretaban sin piedad.
Rebeca intentaba zafarse, pero sus labios apenas podían articular sonidos; sus uñas arañaban los brazos de su hijo, sus pies se agitaban buscando un apoyo que no encontraba.
Ricardo, cegado por la rabia, no veía a una madre delante, sino al monstruo que había destruido su vida.
—¡Ricardo, basta! —bramó Benjamín, y sin pensarlo se lanzó sobre él.
El choque fue brutal. Ambos cayeron al suelo, forcejeando, rodando como dos animales salvajes.
Ricardo lanzaba puñetazos, Benjamín respondía con la misma fuerza, hasta que un brillo metálico interrumpió la pelea.
Benjamín había sacado una pistola.
—Te