Abril sostenía a su hijo contra su pecho, acunándolo con un vaivén casi mecánico, como si el contacto con su pequeño fuera lo único que le permitía mantenerse en pie.
Iba en silencio dentro del auto, sin dirigirle una sola mirada al hombre que estaba a su lado. Gregorio.
Lo había amado una vez… con una intensidad que ahora le parecía absurda, ingenua.
Ese amor que antes le llenaba el alma se había transformado en algo oscuro, espeso, imposible de tragar: un odio que quemaba por dentro.
Odiarlo era tan fácil como respirar.
Gregorio, en cambio, mantenía la mirada fija hacia adelante, con las manos firmes sobre el volante.
Por algún motivo absurdo, todavía pensaba que existía un resquicio de esperanza, una grieta diminuta por la que él pudiera colarse y reconstruir lo que había destruido.
No entendía que el daño ya estaba hecho. No imaginaba que lo único que estaba recibiendo de Abril era un rencor que crecía día tras día, minuto a minuto.
El auto se detuvo frente a una imponente mansión