En el salón azul, de la mansión Lauren, Margarette se acomodó en la cabecera como si fuese su casa y no la de Elizabeth. Eliot estaba a su lado, con la mandíbula rígida, consciente de que esa reunión era un paso más en la guerra abierta contra su hermano.
Elizabeth entró de la mano de Mark, detrás Lola apareció con un vestido color crema y el aire de quien había ganado antes de empezar a jugar.
—Gracias por recibirnos —comenzó Margarette, con esa voz dulce que siempre sonaba a veneno con azúcar—. Ha llegado el momento de formalizar la unión de nuestros hijos fortaleciendo nuestros apellidos.
Los ojos de Eliot se suavizaron un segundo al mirar a Lola. Ella le respondió con una sonrisa casi infantil, aunque en su interior ardía el deseo de desplazar a Ivana.
—Si nuestros hijos son felices, no hay nada que nos detenga —dijo Elizabeth, clavando la mirada en Margarette—. Pero para que eso suceda, hay obstáculos que deben desaparecer.
—Obstáculos —repitió Mark, seco—. Dante. Y… la impostor