5. Pov Niki

Lo observé con atención mientras Anne gimoteaba entre sus brazos. Sus movimientos eran un poco torpes, sí, pero más que eso, me sorprendía la forma en que parecía adaptarse sobre la marcha, aprendiendo a medida que la sostenía, con una dedicación que no se podía fingir tan fácilmente.

—Con barba te ves un poco diferente a la foto de la agencia —comenté, más por curiosidad que por desconfianza.

Él sonrió, relajado, transmitiendo una seguridad inesperada para alguien que apenas llevaba media hora con una bebé que se resistía al contacto.

—Sí. Todo el mundo me lo dice —respondió con naturalidad, como si esa frase le hubiera acompañado siempre.

Lo seguí con la mirada mientras se movía por la sala con Anne, que se revolvía inquieta. Entonces su tono cambió, volviéndose más pausado, casi reflexivo.

—El duelo es complicado —dijo, acariciando suavemente la espalda de Anne como si ella pudiera comprender cada palabra—. Mucha gente cree que los bebés no lo sienten, pero sí lo hacen. Perciben la ausencia, la tensión, los cambios en la rutina. Aunque no tengan recuerdos claros, queda una huella emocional. Por eso… —me miró con seriedad, sin perder calidez—, este comienzo difícil es normal. Anne necesita tiempo para adaptarse a mí, a este nuevo ambiente. No es imposible, solo un proceso.

Sus palabras me llegaron con una lógica que no pude ignorar. No sonaba como un discurso ensayado, sino como alguien que había pensado mucho en el tema, quizás incluso vivido algo similar.

—¿Así que estudiaste psicología infantil? —pregunté, intentando sonar casual.

—Sí. —Respondió sin dudar—. En la universidad tomé varias materias que me ayudaron a entender cómo los niños procesan las emociones, especialmente el duelo. Siempre me interesó… quizá porque lo viví de cerca.

Una sombra cruzó su rostro, fugaz, pero no me pareció fingida.

—¿Y cómo se maneja el duelo en bebés de nueve meses? —quise saber.

Sonrió, y aquella sonrisa no escondía nada: era franca, serena.

—Con paciencia, sobre todo. Con mucho contacto físico, rutinas estables, un ambiente seguro. El cuerpo guarda memoria del estrés. Si logramos que Anne sienta protección, con el tiempo podrá superar la pérdida, aunque no lo entienda racionalmente.

Era la respuesta correcta, sí, pero lo dijo con tanta convicción que, por primera vez desde que lo conocí, me descubrí creyéndole sin reservas.

Me acerqué un poco más, inclinándome hacia Anne para besarle la frente. Ella gimió suavemente, y él ajustó su agarre con cuidado. Tal vez aún no le salía natural, pero lo compensaba con dedicación.

Cuando levanté la vista, lo encontré observándome con una intensidad tranquila, nada invasiva, como si tratara de transmitirme confianza en lugar de arrancármela.

Me enderecé, recuperando mi tono práctico. —Mañana tengo un día largo en el estudio. Necesito que estés preparado para quedarte con ella todo el tiempo. No puedo darme el lujo de interrupciones.

—Lo entiendo —respondió firme, sin titubeos.

—Esto no es un juego —añadí, con un filo inevitable en la voz—. Anne lo es todo ahora mismo. No puedo permitir errores.

Él bajó la mirada hacia la niña, que empezaba a relajarse en su pecho.

—Lo sé. Y no voy a fallarle —dijo con una convicción tan genuina que me provocó un nudo en la garganta.

Me alejé hacia la ventana, buscando aire. Mi reflejo me devolvió la imagen de alguien que había pasado de abogada a tutora de una bebé de un día para el otro. ¿Qué sabía yo de niñeras? ¿Qué sabía de confiar en desconocidos? Todo lo que tenía era el consejo de Sasha y un perfil digital que podía estar tan manipulado como cualquier otra cosa en internet.

Giré para mirarlo de nuevo. Ahí estaba, con Anne ya dormida contra su pecho, la barba sombreando un rostro atractivo que parecía diseñado para inspirar confianza. Y lo curioso era que, contra todo pronóstico, empezaba a lograrlo.

—Necesitaré también tu currículum impreso, así como las cartas de recomendación. Y toda la documentación que acredite tus estudios —dije, recuperando la firmeza profesional.

Él asintió enseguida.

—Por supuesto. Mañana mismo te lo traigo. Puedes confiar en mí, Nikita. Mi única prioridad es Anne.

Me sostuvo la mirada y no encontré vacilación en ella. Estaba acostumbrada a lidiar con gente que mentía, a detectar los matices de un discurso falso. Pero lo que decía sobre Anne no era impostado. Había algo auténtico en su voz, en la forma en que la apretaba un poco más contra sí mientras hablaba, como si quisiera demostrarme que ya había hecho un lugar para ella en su vida.

Suspiré, sin bajar la guardia del todo, pero reconociendo que lo necesitaba. Y, para mi sorpresa, Anne parecía haberse acomodado mejor en sus brazos que en los míos.

Ok. Le daría la oportunidad. Al menos hasta que me presentara todo lo que le pedía. Y allí decidiría.

El sonido del celular me sobresaltó. Lo había dejado en la mesa del living y cuando vi el nombre del estudio en la pantalla sentí un escalofrío en la nuca.

—¿Quieres que lo agarre? —preguntó Daniel, con Anne en brazos, meciéndola suavemente.

Negué rápido con la cabeza, lo tomé y deslicé el dedo para contestar.

—¿Hola? —mi voz salió más tensa de lo que quería.

—Nikita, buenas tardes —la voz cortante de Fernández llenó el silencio de la sala—. Necesitamos que revises todos los contratos de Clarkson para el juicio.

Me quedé helada. Miré a Daniel, que me observaba en silencio, y luego a la bebé acurrucada contra su pecho.

—Pero… yo ya los revisé —dije, tratando de sonar segura—. Todos.

—No, Nikita —la interrupción fue seca, sin espacio a dudas—. Te faltan los de 2019. Y lo necesitamos para mañana.

El corazón me dio un vuelco. Los del 2019. Eso era un infierno de papeles, anexos, firmas y cláusulas interminables.

—Eso es demasiado… —alcancé a decir—. Es imposible que los tenga listos para mañana.

Un silencio breve, incómodo, y después la respuesta que ya sabía que iba a escuchar:

—Bueno, hazlo posible.

El clic del corte me dejó un pitido agudo en el oído. Bajé lentamente el celular y lo apoyé sobre la mesa. Mis manos temblaban.

—¿Todo bien? —preguntó Daniel en voz baja, como si no quisiera alterar el pequeño mundo de calma que había logrado crear con Anne en brazos.

Tragué saliva, intentando recomponerme, pero sentía el peso de una piedra en el estómago. Lo miré: él seguía con la bebé, que descansaba tranquila, como si no existiera nada más en el universo.

—Sí —mentí, forzando una media sonrisa—. Todo bien.

Por dentro, mi mente era un torbellino. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo podía sentarme frente a una computadora a revisar cientos de contratos cuando ahora tenía una bebé que dependía de mí para absolutamente todo? Aunque tuviera niñero, aunque alguien más me ayudara, el trabajo y la maternidad no parecían coexistir en el mismo espacio.

La imagen de las carpetas llenas de documentos me taladraba la cabeza, mezclada con el recuerdo de Anne llorando la primera noche cuando no podía calmarla. Era como si mi vida se hubiera convertido en un rompecabezas imposible de armar: cada pieza que acomodaba desordenaba diez más.

Me crucé de brazos, como si quisiera contenerme a mí misma.

Daniel seguía mirándome, esa mirada que parecía atravesar las capas de “todo bien” que yo intentaba mostrar. Me sentí desnuda frente a él, vulnerable, casi expuesta.

—¿Segura? —repitió, ladeando apenas la cabeza.

—Segura —dije rápido, desviando la vista.

En ese instante, Anne se movió, dejó escapar un quejido y abrió la boquita como buscando calma. Daniel la acunó un poco más, susurrándole algo al oído, y ella volvió a hundirse en el pecho de su camisa.

El contraste me dolió. Ella era mi responsabilidad pero estaba más tranquila en brazos de otro, y yo sintiendo que el mundo se me derrumbaba encima, y una pila de contratos esperándome para devorar las pocas fuerzas que me quedaban.

Respiré hondo, tratando de convencerme de que podía con todo. Que debía poder. Aunque, en el fondo, una voz me gritaba que nunca iba a lograrlo.

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