6. Pov Niki

El pasillo estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz mortecina de una lámpara olvidada en la esquina. Caminaba con Anne en brazos, todavía tibia por el calor del cuerpo del niñero que acababa de marcharse. El eco de la puerta cerrándose aún vibraba en mis oídos, y el silencio posterior me resultó demasiado abrupto, como si la casa entera contuviera el aliento.

—Ah, te quedaste —dije sin pensarlo, viendo a mi madre al final del pasillo, erguida, con esa calma que nunca sabía si era genuina o una máscara más de las muchas que usaba.

Ella asintió, acercándose con pasos suaves, como si temiera despertar a la niña.

—Sí. Al principio no me dio mucha confianza el niñero… —respondió, evaluando mis brazos, mi postura, mi manera de sostener a Anne—. Pero parece que a ella le agradó.

Acaricié la espalda de mi hija con ternura.

—Sí… lo parece —murmuré, aunque en mi interior un nudo me apretaba el estómago. 

Mi madre ladeó la cabeza, estudiándome con esa mirada que siempre encontraba la fisura exacta en la que hurgar.

—Nik, deberías pensar en contactar a la familia de David. Tarde o temprano…

En ese momento sentí que mi teléfono vibraba, supuse que sería del estudio e inevitablemente me puse más nerviosa de lo que ya estaba.

Sentí cómo la presión subía. Levanté la vista, clavando los ojos en los suyos.

—Mamá, termina con ese tema. —Mi voz salió cortante, más de lo que esperaba.

Anne, como si entendiera la tensión, rompió en llanto. Su cuerpecito se arqueó contra el mío, y su llanto desgarró la quietud del pasillo. Inmediatamente la mecí con suavidad, acunándola contra mi pecho.

—Shh… tranquila, mi amor. Estoy aquí. —Besé su frente húmeda, apretando los dientes contra la rabia que me consumía.

Poco a poco, con murmullos y caricias, logré que el llanto se deshiciera en pequeños sollozos, hasta convertirse en un silencio vulnerable. La llevé a su habitación y, con movimientos lentos, la acomodé en su cuna. La miré hasta asegurarme de que cerraba los ojos, respirando con ese ritmo irregular de los bebés cuando caen rendidos.

Al darme la vuelta, la vi. Mi madre estaba en la puerta, inmóvil, observándome como si yo misma fuera un enigma que aún no lograba descifrar.

Se acercó despacio y, sin pedir permiso, levantó la mano para rozar mi mejilla. Su caricia fue tibia, inesperadamente delicada.

—No soy un monstruo, Nikita —susurró—. Solo quiero lo mejor para ti. No lo olvides: eres mi hija.

El contacto me hirió más que una bofetada. Me enderecé con rigidez, conteniendo el temblor de mi mandíbula. Caminé hacia ella, hasta quedar frente a frente, tan cerca que podía sentir su perfume mezclado con algo más frío, metálico.

—Y ahora Anne es mi hija —le dije con firmeza, sin apartar la mirada—. Mi responsabilidad. Quiero que lo entiendas de una puta vez.

Un silencio pesado cayó entre nosotras. Mi madre no retiró la mano, pero tampoco retrocedió. Había un brillo extraño en sus ojos, una mezcla entre orgullo y frustración, como si yo hubiera pronunciado las palabras exactas que ella siempre había temido escuchar.

—Tu hija… —repitió en un suspiro casi inaudible, como si probara el peso de esas palabras en su lengua.

Yo crucé los brazos, erigiendo un muro entre nosotras.

—Sí. Y no necesito que nadie más decida por nosotras.

Ella frunció los labios, evaluándome de arriba abajo, y entonces su sonrisa se torció apenas.

—Crees que puedes con todo, pero no tienes idea de lo que implica cargar con una carrera, una casa, hijos…

Su advertencia resonó como un disparo en medio de la calma. Tragué saliva, sin bajar la guardia.

—Prefiero cargar con todo eso a dejar que alguien más me diga qué hacer con mi vida.

Nos quedamos mirándonos furibundas pero ya no pude ignorar más el teléfono, así que salí de la habitación para contestar el mensaje y luego me fui a conectar a la pc del escritorio pues esos contratos no se iban a revisar solos.

Abrí mi mail y ahí estaba, el archivo infernal con cientos de documentos, hundí mis hombros y enterré mi cabeza entre mis brazos, quise llorar, gritar, pero me contuve.

Mi madre apoyó una de sus manos en mi hombro.

—Piensalo bien Nikita, aún tienes tiempo de cambiar de opinión y nadie te juzgaría por eso…

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