Viktor abandonó la habitación en un intento desesperado de huir de sí mismo, de no sucumbir a la bestia que rugía en su interior, hambrienta, exigiendo salir. Su respiración era errática, su pulso martilleaba contra sus sienes como un tambor de guerra y el fuego que ardía en su vientre parecía a punto de consumirlo por completo. La necesidad primitiva de marcar, de poseer, de reclamar a Alina era sofocante, como si cada célula de su cuerpo estuviera envenenada con un deseo que no podía saciar.
Se apoyó contra la puerta cerrada de la habitación del lado de la sala de estar, cerrando los ojos con fuerza. Inspiró hondo, tratando de recuperar el control, pero el eco de su respiración agitada solo lo hacía más consciente de la tormenta que lo sacudía. Su mandíbula se tensó. Su instinto le gritaba que volviera, que la tomara, que la hiciera suya hasta borrar cualquier resquicio de resistencia en su mirada. Pero no. No podía permitírselo. No cuando ella acababa de atravesar un momento de vuln