Apenas percibió que Viktor había finalizado de aplicarle el ungüento, se giró sobre sus talones.
—Iré a descansar —le dijo sintiéndose algo incómoda.
Él no le respondió, solo la observó. Dejó el frasco con ungüento sobre la mesita, tomó una servilleta, limpió su mano y agarró el vaso para terminar con el trago que tenía a medio acabar.
Alina se encerró en la habitación, aunque sabía que era inútil; el sueño no llegaría con facilidad. Su mente seguía atrapada en las palabras de Viktor, en la confesión que le había permitido asomarse, aunque fuera por un instante, a la oscura profundidad de su alma. Hasta ese momento, solo había visto al monstruo que él se empeñaba en despertar, a la amenaza que se cernía sobre ella como una sombra inevitable. Sin embargo, por primera vez, vislumbró algo más allá de la máscara de frialdad: un atisbo de humanidad latente, oculta tras capas de violencia y control.
El desconcierto se apoderó de ella. La atracción que sentía por él, esa fuerza inexplicable