*CAPITULO 7: LA PRIMERA BALA DE VENGANZA*
Danma City temblaba en silencio, como si supiera que algo estaba por romperse definitivamente esa noche. Santi avanzaba entre callejones y pasillos oscuros, esquivando luces y recuerdos. Iba directo a un lugar que ya conocía bien. El taller. Ese mismo donde todo salió mal la primera vez. Donde El Tuerto lo había vencido, humillado… y se había reído de su dolor. Pero esta vez, era distinto. Esta vez, Santi estaba listo. Cruzó la reja rota con el mismo cuidado, pero con un corazón de piedra. Pasó junto a la mancha de sangre que alguna vez fue suya, y sintió cómo algo dentro de él se endurecía más. El Tuerto estaba adentro, tal como lo esperaba. Sentado sobre un neumático viejo, con una cerveza tibia y la misma sonrisa podrida. —Mirá quién volvió —dijo con sorna, sin miedo—. El muertito de antes. Santi no contestó. Apuntó. BANG. La primera bala le destrozó la pierna derecha. El Tuerto cayó como un trapo, soltando la botella. —¡Hijo de puta! ¡Otra vez vos! Santi se acercó. Su mirada era un abismo. —Por Camila —dijo, firme, sin temblar. —¡La gritona! ¡Qué bien gritaba! —escupió El Tuerto, todavía con esa risa asquerosa. BANG. La segunda bala entró por el ojo izquierdo, el que aún funcionaba. El cuerpo se sacudió y cayó muerto, sin gloria. Sin piedad. Santi bajó el revólver. No se quedó a ver cómo moría. No buscaba sufrimiento. Buscaba limpiar la sangre con más sangre. miraba el suelo del taller. Esa era una cuenta saldada. Pero la lista seguía. *CAPITULO 8: EL ROSTRO QUE YA NO TIEMBLA* Sarah llegó al taller a toda velocidad, respirando agitada. Cada paso que daba sentía que se acercaba a una tragedia. Sabía lo que había hecho Santi. Sabía lo que lo impulsaba. La reja oxidada colgaba torcida. Las huellas eran recientes. Ya era tarde. Entró con el cuchillo listo, los sentidos en alerta. El olor a pólvora la golpeó de frente. Un cuervo graznó desde el techo. Y ahí lo vio. Santi. De pie en medio del taller, inmóvil. Frente a él, un cuerpo tirado en un charco de sangre oscura. El Tuerto. Un agujero limpio en la pierna. Otro en la cabeza. —Santi… —murmuró, más dolida que enojada. Él la miró. Y por un instante, Sarah no reconoció al chico que había rescatado de la muerte meses atrás. Ese no era un sobreviviente. Era un ejecutor. —Ya está hecho —dijo él, con una voz que parecía de otro. Sarah se acercó rápido, lo tomó del brazo con fuerza. —Los disparos se escucharon hasta la calle. Los Mendoza tienen orejas por todos lados, tenemos que largarnos ¡ya! Santi asintió en silencio. Se notaba agotado, pero no se arrepentía. No dudaba. Eso era lo más preocupante. Salieron por la parte trasera del taller justo cuando se escuchaban pasos, gritos, y motores acercándose. Sarah lo empujó por una zanja y se lanzaron entre los arbustos, cubriéndose con suciedad y ramas mientras las linternas cruzaban el interior del galpón. —¿Escuchaste eso? —¡Ahí adentro hay un fiambre! —¡Es El Tuerto! ¡Lo cagaron matando! Sarah contuvo el aliento. Santi cerró los ojos un segundo. No por miedo. Por calma. Por haberlo logrado. Cuando los pasos se alejaron, Sarah lo miró directo. —Si vas a seguir así, no lo hagas solo nunca más. Entendés, ¿no? Si te atrapan, no solo te matan a vos… me matan a mí. Y a Indira. Santi no dijo nada. Solo apretó los dientes. Ella lo entendió. No era terquedad. Era hambre de justicia. De venganza. Y no iba a parar. —Vamos —dijo ella, con el cuchillo aún firme—. Esta guerra recién empieza.