La tarde caía lentamente sobre Villa Carranza. El sol se filtraba a través de los árboles resecos, pintando el mundo con tonos naranjas y ocres. En el refugio, el ambiente era más tranquilo, pero la tensión aún vivía en cada rincón. Santi necesitaba aire. Y Sarah, sin decir una palabra, lo acompañó.
Se alejaron caminando por los caminos de tierra que rodeaban el lugar. Los dos sabían que el descanso era momentáneo, pero ese momento de calma era valioso. Tras unos minutos de silencio, llegaron a una vieja cabaña abandonada entre los árboles. El lugar estaba desgastado por el tiempo, pero ofrecía techo y paredes que los aislaban del mundo, al menos por un rato.
Entraron sin hablar. El suelo crujía bajo sus pasos. Una ventana rota dejaba pasar la luz tibia del atardecer. Todo estaba cubierto de polvo, pero en esa soledad había algo sereno. Santi se sentó en el borde de una cama vieja con el colchón vencido, y Sarah se acercó lentamente. Lo observó en silencio.
Santi tenía la mirada pe