La amenaza de Vargas flotaba en el aire como humo tóxico, invisible pero penetrante. Daniel podía sentirla en cada respiración, en cada latido de su corazón que resonaba contra sus costillas como un tambor de guerra. Sed de venganza. Las palabras se repetían en su mente como un mantra venenoso, mezclándose con el eco lejano de los flashes fotográficos que aún parpadeaban detrás de sus párpados.
Su imperio no había caído, solo había tropezado. Un tropiezo elegante, casi imperceptible para el ojo no entrenado, pero que él sentía como una fisura en el cristal de su existencia perfectamente construida. Tambaleante. La palabra tenía el peso de una lápida, fría y definitiva.
Desde el ventanal de su oficina, Madrid se extendía como un mar de luces parpadeantes, cada una un secreto, cada una una promesa o una amenaza. Daniel apoyó la frente contra el cristal, sintiendo el frío que se filtraba a través del vidrio y se extendía por su piel como dedos helados.
Marco. El nombre resonaba en las so