La oficina vacía de Daniel se extendía como un océano de sombras y reflejos plateados. La ciudad de Madrid brillaba más allá de los ventanales, sus luces como estrellas caídas que se extendían hasta el horizonte. Lucía caminaba entre los muebles de cuero y cristal, sus tacones creando un ritmo hipnótico contra el suelo de mármol.
Clic. Clic. Clic.
Cada paso era una nota en la sinfonía de la victoria temporal. El aire olía a café frío y a la tensión que se desvanecía lentamente, como humo que se disipa después de un incendio controlado.
Daniel la observaba desde su escritorio, las manos entrelazadas bajo el mentón. Los músculos de sus hombros, antes tensos como cuerdas de violín, ahora se relajaban bajo la tela italiana de su traje. Un silencio diferente los envolvió. No era el silencio tenso de la crisis, sino uno suave, cargado de la intimidad de la batalla compartida. Lucía se detuvo frente al ventanal, su silueta recortada contra la luz dorada de la ciudad. El vestido negro se adhe