A las 9:47 AM del martes, el universo de Consolidated Global Solutions experimentó lo que los físicos teóricos podrían haber clasificado como una alteración en el continuum espacio-tiempo corporativo. El suave clic de la puerta de cristal esmerilado del despacho ejecutivo resonó por el piso decimoquinto como el primer acorde de una sinfonía que todos conocían de memoria pero que jamás dejaba de impresionar. Era el sonido que anunciaba la llegada del dios del Olimpo corporativo, y como en las tragedias griegas, su aparición prometía tanto admiración como terror existencial.
Daniel Márquez, CEO de treinta y cuatro años, emergió de su santuario personal como Zeus descendiendo del monte Olimpo, si Zeus hubiera tenido un MBA de Harvard y una obsesión enfermiza por los reportes trimestrales. Su despacho, visible a través del cristal esmerilado como una silueta divina tras un velo sagrado, había permanecido cerrado durante las últimas dos horas mientras él "gestionaba crisis internacionales", aunque la recepcionista había jurado haber escuchado lo que sonaba sospechosamente como el tema de Rocky reproduciéndose a todo volumen. Alto como una torre de telecomunicaciones y con la presencia escénica de un actor shakespeariano que hubiera decidido especializarse en dramas corporativos, Daniel vestía un traje de corte tan impecable que parecía haber sido cosido directamente sobre su cuerpo por un sastre que entendía la geometría masculina como una ciencia exacta. El tejido italiano se ajustaba a sus hombros con la precisión de una segunda piel, sin una sola arruga que traicionara la humanidad de quien lo portaba. La corbata de seda, anudada con la perfección de un nudo marinero ejecutado por un capitán obsesivo-compulsivo, caía exactamente hasta donde los manuales de etiqueta empresarial especificaban que debía caer, ni un milímetro más, ni uno menos. Su cabello oscuro, peinado hacia atrás con una pomada que costaba más que el salario semanal de un empleado junior, enmarcaba un rostro que parecía haber sido cincelado por Miguel Ángel durante una época particularmente inspirada en la que el artista había decidido que la perfección física debía incluir facciones que pudieran cortar cristal con su definición. La mandíbula cuadrada podría haberse usado como regla de carpintero, los pómulos altos creaban sombras que un fotógrafo profesional habría matado por capturar, y la nariz recta desafiaba las leyes de la genética con su simetría matemática. Pero eran sus ojos los que realmente impresionaban: de un azul tan penetrante que parecían haber robado su color directamente del corazón de un glaciar ártico. No miraban, en el sentido convencional de la palabra; escaneaban la realidad como un láser de precisión industrial, evaluando cada elemento visual con la eficiencia de un algoritmo de inteligencia artificial programado para detectar debilidades, oportunidades y amenazas potenciales. Calculaban probabilidades, medían rendimientos, estimaban valores de mercado de las personas que se cruzaban en su campo visual. Sus pupilas se dilataban y contraían ligeramente, como los lentes de una cámara fotográfica ajustándose automáticamente para obtener la imagen más nítida posible de la realidad corporativa que lo rodeaba. Su presencia física alteraba la física del ambiente de manera que habría fascinado a los científicos si hubieran tenido instrumentos lo suficientemente sensibles para medirla. El aire a su alrededor se volvía literalmente más denso, cargado de una autoridad silenciosa que parecía tener masa propia. Los empleados ubicados en un radio de diez metros experimentaban un fenómeno atmosférico localizado: sus pulmones tenían que trabajar ligeramente más para procesar el oxígeno, como si estuvieran respirando en una altitud mayor. La temperatura ambiente descendía aproximadamente dos grados, no por el aire acondicionado, sino por la pura refrigeración emocional que emanaba de su aura ejecutiva. Daniel no caminaba por los pasillos de la oficina; se deslizaba como un cisne elegante sobre la superficie de un lago corporativo, si los cisnes hubieran evolucionado para usar zapatos Oxford de cuero italiano que costaban más que un auto usado en buen estado. Cada paso era una declaración de intenciones medida al milímetro, cada movimiento de sus brazos calculado para transmitir confianza sin arrogancia, poder sin ostentación. Su andar tenía el ritmo hipnótico de un metrónomo suizo: constante, preciso, inquebrantable. Cuando se dignaba a pronunciar palabras, estas salían de su boca como decretos imperiales tallados en mármol. Cada sílaba era precisa como un bisturí quirúrgico, concisa como un telegrama militar, y final como un veredicto judicial del que no había apelación posible. "Buenos días" no era un saludo en su vocabulario; era una evaluación del estado general del día y una confirmación de que este cumplía con sus estándares de calidad temporal. "¿Cómo van los números?" no era una pregunta; era una orden disfrazada de curiosidad educada, una invitación a justificar la propia existencia laboral en términos cuantificables. Su efecto sobre la fauna corporativa era inmediato y cientificamente fascinante. A su paso, los empleados experimentaban lo que los etólogos habrían clasificado como "respuesta de sumisión grupal ante el macho alfa". Se enderezaban en sus sillas con la rigidez de soldados en formación militar, activando músculos que normalmente permanecían relajados durante las horas de trabajo administrativo. Sus voces descendían automáticamente a un murmullo respetuoso, como si estuvieran en una biblioteca sagrada donde los libros contuvieran los secretos del éxito empresarial y el volumen alto fuera una herejía punible con el despido inmediato. Los más nerviosos se sumergían frenéticamente en sus pantallas de computadora, fingiendo una concentración tan vital e intensa que parecían estar realizando cirugía cerebral en lugar de actualizar hojas de cálculo. Sus dedos volaban sobre los teclados con una velocidad que sugería que cada segundo perdido en actividad no productiva mientras el CEO estaba presente podría resultar en una revisión de desempeño desfavorable o, peor aún, en una "conversación privada" en su despacho de cristal esmerilado. Era el depredador alfa indiscutible de este ecosistema corporativo, y todos los demás habitantes de la oficina lo sabían con la certeza instintiva con la que las gacelas reconocen la presencia de un león en la sabana. La diferencia era que este león vestía Armani y sus presas llevaban trajes de poliéster de las rebajas de fin de temporada.