Lucía, desde su puesto estratégicamente ubicado en el sector B-7, lo observó de reojo con la cautela de un naturalista estudiando a una especie particularmente fascinante y potencialmente peligrosa en su hábitat natural. Sus ojos se movieron desde su pantalla hasta la figura de Daniel con movimientos tan sutiles que habrían impresionado a un espía profesional especializado en vigilancia discreta.
Una mezcla extraña y químicamente compleja de temor reverencial y una fascinación casi vergonzosa, del tipo que normalmente se reserva para contemplar obras de arte en museos donde está prohibido tocar, la invadió como una ola tibia que le subió desde el estómago hasta las mejillas. Era como encontrarse cara a cara con la Venus de Milo, si la Venus de Milo hubiera sido un hombre de negocios con la capacidad de despedir empleados con una sola mirada y la elegancia natural de un bailarín de ballet que hubiera decidido especializarse en fusiones y adquisiciones corporativas. La perfección física de Daniel era tan evidente, tan agresivamente presente, que resultaba casi ofensiva para quienes tenían que conformarse con existir en cuerpos normales y corrientes. Era hermoso con esa frialdad marmórea de las estatuas grecorromanas, inaccesible como una obra de arte tras una vitrina blindada en un museo de clase mundial. Su belleza no invitaba al acercamiento; exigía admiración a distancia respetuosa, como esos cuadros de los maestros del Renacimiento que solo se pueden contemplar desde una línea amarilla pintada en el suelo. Lucía se sintió como una turista en el Louvre, intentando apreciar la Mona Lisa mientras cientos de otros visitantes empujaban para conseguir una mejor vista. La diferencia era que en este caso, ella era la única que miraba, y la obra de arte tenía piernas y se movía por la oficina con la autoridad natural de alguien que había nacido para ser observado desde lejos y admirado en silencio. Daniel avanzó por el pasillo principal como un buque de guerra navegando por aguas territoriales que le pertenecían por derecho divino corporativo. Sus zapatos Oxford resonaban contra el suelo de linóleo con un ritmo que sonaba sospechosamente similar al de una marcha imperial, aunque posiblemente esto fuera solo producto de la imaginación hiperactiva de Lucía, que había visto demasiadas películas de época durante sus fines de semana solitarios. Cuando pasó junto al escritorio de ella, el universo experimentó uno de esos momentos de máxima tensión dramática que los directores de cine pagan millones por capturar. Daniel caminaba absorto en una llamada telefónica, su iPhone último modelo pegado a la oreja derecha como una extensión cyborg de su sistema nervioso. Su voz, incluso en conversación telefónica, tenía la calidad resonante de un locutor de radio clásica, con matices que sugerían que cada palabra había sido cuidadosamente seleccionada de un diccionario de términos empresariales de alta gama. "Sí, entiendo perfectamente la situación del mercado asiático", decía mientras pasaba junto al cubículo de Lucía, sin dignarse a mirarla, como si ella fuera parte del mobiliario de oficina, una silla ergonómica particularmente bien diseñada pero ultimately invisible. "Los números del tercer trimestre son inaceptables, y necesitamos una estrategia de recuperación inmediata." Lucía, en un acto reflejo que habría hecho orgullosa a una tortuga, se encogió ligeramente en su silla, hundiéndose entre sus hombros como si intentara fusionarse molecularmente con el respaldo acolchado. Sus dedos se detuvieron sobre el teclado, suspendidos en el aire como los de una pianista que hubiera olvidado súbitamente la melodía que estaba interpretando. Una vez más, la realidad le confirmaba su estatus de invisibilidad con la crueldad sutil de un experimento científico diseñado para medir los límites de la autoestima humana. Era como si existiera en una dimensión paralela donde podía ver y escuchar todo lo que sucedía en el mundo corporativo, pero donde su propia presencia era tan intangible como la de un fantasma educado que había decidido especializarse en tareas administrativas. El perfume de Daniel —una fragancia que probablemente costaba más que su salario mensual y que olía a una mezcla de confianza masculina, ambición materializada y éxito destilado— flotó por encima de su escritorio como una nube aromática que le recordó que ella pertenecía a una clase completamente diferente de seres humanos. Ella olía a desodorante de farmacia y al café instantáneo que preparaba cada mañana en su cocina de apartamento de un dormitorio. Mientras Daniel se alejaba hacia su próximo destino corporativo, probablemente una reunión donde se tomarían decisiones que afectarían la vida de cientos de empleados, Lucía permaneció inmóvil durante exactamente treinta y siete segundos, contados automáticamente por su reloj interno de precisión obsesiva. Luego suspiró, un suspiro que contenía tres años, ocho meses y catorce días de resignación acumulada, y volvió a teclear. Sus dedos retomaron el ballet de la productividad, pero ahora con un ritmo ligeramente diferente, como si la breve aparición de Daniel hubiera alterado la frecuencia de su sinfonía personal de monotonía. En algún lugar de su mente, una vocecita maliciosa le susurró que acababa de presenciar el paso de un dios griego por su templo particular, y que ella, como todas las mortales de las tragedias clásicas, estaba destinada a admirar desde la distancia y sufrir en silencio. Clic-clic-clic-pausa-clic-clic, continuó el teclado, mientras Lucía se preguntaba si los dioses corporativos alguna vez notaban a las sacerdotisas silenciosas que mantenían sus templos funcionando con la devoción inquebrantable de quienes han encontrado su propósito en la invisibilidad profesional.