El zumbido constante de los ordenadores vibraba a través del piso decimoquinto como el ronroneo de un gato gigante y electrónico. Las torres de metal negro parpadeaban con luces azules y verdes, mientras los ventiladores giraban en un coro perpetuo de susurros mecánicos. El aire acondicionado se sumaba al concierto con su respiración fría y artificial, creando una sinfonía industrial que había sido la banda sonora de la vida de Lucía durante los últimos tres años, ocho meses y catorce días.
Lucía Mendoza, veintiséis años recién cumplidos, se incorporaba cada mañana a las 7:45 AM en su cubículo del sector B-7, asistente ejecutiva en Consolidated Global Solutions, una multinacional que ocupaba cuatro plantas del edificio de cristal más imponente del distrito financiero. El aroma del éxito se mezclaba aquí con el café de máquina expendedora, creando una fragancia peculiar que se adhería a las chaquetas de todos los empleados como un perfume corporativo no deseado. Su escritorio era más que un simple espacio de trabajo; era un altar dedicado a la eficiencia. Cada bolígrafo Pilot G-2, cinco en total, descansaba en su soporte de acrílico transparente, alineados como soldados en formación militar. Los documentos se apilaban en tres torres perfectas: "Urgente" a la izquierda, "Pendiente" al centro, "Completado" a la derecha, cada pila con los bordes alineados con precisión geométrica que haría llorar de orgullo a un arquitecto. Su taza de cerámica blanca, adornada con el logo de la empresa en azul corporativo, permanecía siempre a exactamente cinco centímetros del borde derecho de su monitor, y por algún milagro inexplicable de la física o de la obsesión, jamás había conocido el desastre de una mancha de café. Los dedos de Lucía se movían sobre el teclado ergonómico como los de una pianista interpretando una sonata compleja. Ágiles y precisos, sus falanges ejecutaban un ballet silencioso de productividad, cada tecla presionada con la fuerza exacta necesaria para no hacer ruido innecesario. *Clic-clic-clic-pausa-clic-clic*. El ritmo era hipnótico, casi meditativo. Sus ojos, color avellana detrás de las gafas de montura delgada, se movían de izquierda a derecha leyendo correos electrónicos que ya había clasificado mentalmente antes de abrirlos: "Respuesta automática", "Derivar a Marketing", "Agendar reunión", "Archivar". Su bandeja de entrada mostraba siempre el mismo número: cero. No porque no recibiera correos, sino porque los respondía a la velocidad de la luz, con respuestas que anticipaban las preguntas no formuladas. "Buenos días, Sr. González. Adjunto los reportes que necesita para la junta de las 3 PM. También he programado la llamada con el cliente japonés para las 9 AM de mañana, considerando la diferencia horaria. Saludos, Lucía." *Enviar*. Siguiente correo. Su agenda digital era una obra maestra de anticipación oracular. Mientras otros empleados luchaban por encontrar cinco minutos libres en sus calendarios, el de Lucía mostraba reuniones programadas para la próxima semana, recordatorios para cumpleaños de clientes importantes dos semanas antes de la fecha, y espacios de tiempo estratégicamente reservados para "posibles emergencias" que, invariablemente, aparecían justo cuando ella las había previsto. Los problemas se desvanecían en su presencia antes de que la mayoría de las personas se diera cuenta de que existían. Cuando la impresora del piso quince empezó a hacer un ruido extraño, Lucía ya había contactado al técnico. Cuando se agotó el papel para las fotocopiadoras, ella ya había hecho el pedido de reposición. Cuando el Sr. García olvidó su presentación para el cliente más importante del trimestre, Lucía ya había preparado una copia de respaldo con las correcciones que él habría querido hacer de haber tenido tiempo. Era tan extraordinariamente buena en su trabajo que, por una cruel ironía del destino, se había vuelto prácticamente invisible. La gente la veía pasar, sí: una figura pulcra vestida con blazers de colores neutros, faldas hasta la rodilla, zapatos bajos que no hacían ruido al caminar, cabello castaño recogido en un moño perfecto que jamás mostraba un mechón fuera de lugar. La veían, la reconocían como "Lucía de Recursos Humanos" o "la chica eficiente del quinto piso", pero no la *notaban*. No la veían suspirar cuando creía que nadie miraba, no percibían cómo sus hombros se tensaban ligeramente cada vez que alguien le añadía una tarea más a su lista ya interminable, no se daban cuenta de que sus ojos brillaban con una inteligencia que su trabajo rutinario jamás le permitía demostrar completamente. Era parte del mobiliario de oficina, tan confiable como la cafetera del descanso, tan constante como el aire acondicionado, tan invisible como el oxígeno que todos respiraban sin pensar. Un engranaje perfectamente engrasado en la maquinaria corporativa, girando sin esfuerzo aparente, manteniendo todo en funcionamiento con una eficiencia que rozaba lo sobrenatural. Ese martes por la mañana, como todos los martes por la mañana, Roberto Álvarez del departamento de Marketing emergió del ascensor con la gracia de un oso recién despertado de la hibernación. Sus pasos resonaban contra el suelo de linóleo con el peso de alguien que había llegado tarde y estaba tratando de compensar la tardanza con velocidad. En su mano derecha sostenía una taza de café de la cafetería de la planta baja, el líquido oscuro temblando peligrosamente cerca del borde con cada paso apresurado. El destino, o quizás simplemente las leyes de la física aplicadas a la torpeza humana, hicieron que Roberto pasara junto al cubículo de Lucía justo cuando una gota rebelde de café decidió desafiar la gravedad. La gota se desprendió de la taza, dibujando en el aire una parábola perfecta hacia el suelo de oficina recién encerado. Pero antes de que esa gota pudiera siquiera rozar el suelo, antes de que pudiera convertirse en una mancha que requeriría una llamada al personal de limpieza y una posible nota en el reporte de incidentes menores, la mano de Lucía se movió con una velocidad que habría impresionado a un francotirador. Sus dedos, los mismos que bailaban sobre el teclado, se extendieron hacia su cajón superior izquierdo, extrajeron una servilleta de papel de la reserva que siempre mantenía allí, y la desplegaron en el aire con la precisión de alguien que había perfeccionado este movimiento a través de la repetición involuntaria. La servilleta atrapó la gota de café a medio vuelo. Un gesto tan fluido, tan natural, que parecía que hubiera estado esperando ese momento exacto toda su vida. Roberto siguió caminando, completamente ajeno al pequeño milagro de coordinación que acababa de presenciar. Sin reducir la velocidad, sin siquiera voltear completamente, murmuró un "gracias" genérico hacia el espacio general donde sabía que estaba el escritorio de alguien que siempre arreglaba las cosas, sin recordar realmente el nombre de esa persona ni detenerse a considerar cómo había sucedido lo que acababa de suceder. Lucía dobló la servilleta con cuidado, la depositó en su pequeño bote de basura personal, y regresó sus manos a la posición de descanso sobre el teclado. Sus labios se curvaron en lo que técnicamente podría clasificarse como una sonrisa, aunque era más bien un reconocimiento resignado de la inevitabilidad de su existencia. Entonces suspiró. No fue un suspiro dramático, no fue el tipo de exhalación que clama por atención o busca compasión. Fue un suspiro pequeño, contenido, que escapó de sus labios como el aire que sale lentamente de un globo con un pinchazo diminuto. Un pequeño eco de su vida monótona, una nota melancólica en la sinfonía constante de zumbidos y clics que la rodeaba. Nadie lo escuchó. El mundo siguió girando, los ordenadores siguieron zumbando, y Lucía volvió a teclear, sus dedos retomando el ballet silencioso de la productividad, mientras en alguna parte de su mente calculaba automáticamente que faltaban exactamente seis horas, catorce minutos y treinta segundos para que pudiera volver a casa, donde la esperaba una cena para una persona y la compañía silenciosa de su gato, que al menos tenía la cortesía de ronronear cuando ella llegaba.