El timbre del teléfono cortó el silencio del apartamento como una cuchilla. Lucía levantó la vista del informe que había estado leyendo —la misma línea por tercera vez— y observó la pantalla: Sofía. Por supuesto.
—¡Tienes que volver, Lucía! —la voz de su amiga se derramó por el auricular antes de que pudiera siquiera saludar, vibrando de ese entusiasmo que Sofía reservaba para sus cruzadas más peligrosas—. Ese club es adictivo. Y no me refiero a las copas.
Adictivo. La palabra se quedó flotando en el aire, adherida a los recuerdos de la noche anterior como miel espesa. Lucía se recostó en su silla, sintiendo cómo la tensión se acumulaba en sus hombros mientras sus dedos tamborileaban contra el escritorio. Tap-tap-tap. El mismo ritmo que había marcado su corazón cuando Marco —Daniel— la había mirado con esos ojos que conocía demasiado bien.
—Sofía, no puedo. —Las palabras salieron automáticas, pero su mente ya estaba en otro lugar, navegando por las aguas turbias de la memoria. La cica