La sala del Consejo estaba impregnada de solemnidad.
Alfas, betas y representantes de las manadas se reunían en círculo alrededor de una mesa de piedra. Sobre ella ardían antorchas azules que daban al lugar un aire sagrado. En el centro, como acusados, se encontraban Erick, alfa de Luna Azul, y su beta, un hombre de complexión imponente que mantenía la cabeza inclinada, fingiendo arrepentimiento.
A un lado, con los puños cerrados y los ojos cargados de furia contenida, se erguía Adrián, alfa de Luna Creciente. Tras él estaban Samuel, Sarah, Leandro y Mateo, aún manchados por el sudor del torneo.
El murmullo se apagó cuando el Consejero Mayor golpeó el bastón contra el suelo.
—El motivo de esta reunión —dijo con voz firme— es esclarecer lo ocurrido durante la prueba del día de hoy. Una competidora, la loba roja de la manada Luna Creciente, fue gravemente herida durante un contacto que, según testigos, parecía exceder las reglas del juego.
Los ojos de todos se posaron en Erick.
Él levan