La noche había caído sobre el bosque que rodeaba la cabaña de la manada Luna Creciente. Afuera, la luna llena se alzaba majestuosa, tiñendo de plateado las copas de los árboles y el lago cercano que reflejaba su luz como un espejo sagrado. Dentro de la cabaña, en cambio, el ambiente era otro: cálido y familiar, con el crepitar del fuego en la chimenea y el olor de la comida recién preparada impregnando el aire.
Después de la tensión del torneo, los miembros de la manada parecían, por primera vez en días, relajarse. Samuel y Mateo habían sido los primeros en entrar cargando algunas botellas de vino que habían conseguido en el pueblo cercano, bromeando entre ellos como si nada hubiera sucedido horas antes en el cuadrilátero. Sarah, siempre pendiente de los demás, organizaba los platos sobre la mesa con una calma fingida, mientras Leandro ayudaba a traer la carne asada y el pan recién horneado.
El ambiente se llenó pronto de risas. Adrian, aunque cansado y aún con algunos moretones vi