El amanecer llegó cargado de nervios. El aire parecía más pesado en el territorio de la Luna Creciente, como si hasta los árboles presintieran la magnitud de lo que se avecinaba. El torneo de manadas no era solo una competencia: era un evento que definía alianzas, honores y, en más de un caso, el futuro mismo de quienes participaban.
Adrián había convocado a todo el equipo antes del desayuno. La arena de entrenamiento estaba preparada con circuitos improvisados, troncos para saltar, muros para escalar y simulacros de carga y resistencia. Los seis guerreros designados para representar a la manada estaban alineados frente a su alfa: Emili, Samuel, Mateo, Leandro, Sarah y él mismo.
—Hoy no entrenamos para ser los mejores —dijo Adrián con voz firme, que resonó en el aire frío de la mañana—. Hoy entrenamos para recordarnos que somos un equipo. Ninguno de nosotros brilla solo. Si uno cae, los demás lo levantan. Si uno flaquea, los demás lo empujan hacia adelante. Eso es lo que nos diferenci