Pasaron solo unos días desde la llegada de Viktor a Luna Creciente, y cada uno había sido una prueba silenciosa. Adrian observaba. Evaluaba. Medía. Y aunque Viktor cumplía cada expectativa, había algo que aún frenaba al alfa de Luna Creciente: aceptar que su hija se iría.
No porque desconfiara de Viktor.
No porque dudara de su carácter.
Sino porque Diana era la niña de sus ojos. La luz de su vida. Su cachorra más rebelde, más fuerte… y más querida.
Pero el destino no siempre pregunta.
Finalmente, una mañana, Adrian pidió hablar con Viktor a solas. No en la sala común. No en la cabaña.
En el claro sagrado.
Viktor acudió sin vacilar.
Adrian lo esperaba de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. La luna, aún visible aunque tenue, se reflejaba entre los árboles. El alfa de Luna Creciente no dijo nada al principio. Solo lo miró, como si estuviera viendo más allá del cuerpo firme del alfa joven.
Hasta que por fin habló.
—Diana es mi hija. Mi cachorra. Y eso nunca va a cambiar. Ni h