La mañana amaneció clara, con un aire fresco que impregnaba los pulmones y agitaba las ramas de los árboles. El día anterior había sido de juegos y risas con los niños, pero hoy el ambiente era distinto. No se escuchaban carcajadas, sino un murmullo expectante, una tensión contenida que vibraba en el aire.
Toda la manada —hombres y mujeres, jóvenes y ancianos que todavía tenían vigor— se reunió en el claro central. El cuerno reposaba en manos de Mateo, y a su alrededor se desplegaba la expectación.
Emili los observaba desde lo alto de la escalinata junto a Adrián, Leandro y Mateo. A su lado, Ailín, su loba, le murmuraba en el interior de su mente:
—Hoy será más difícil. Aquí ya no hay inocencia infantil, sino orgullo de adultos. Veremos quién se atreve a dejarlo a un lado por el bien de todos.
Emili inspiró profundo, y alzó la voz:
—Hoy repetiremos el simulacro, pero será diferente. Ustedes no son niños que deben ser protegidos, ustedes son la primera línea de defensa. El co