Nikolai entró en la cabaña con Diana en brazos, su expresión una máscara de preocupación y furia contenida. Claus lo seguía de cerca, cerrando la puerta con un golpe seco que resonó en el silencio. La habitación era simple: cama con mantas gruesas, una lámpara de escritorio encendida, el teléfono de Diana sobre la mesa. Nikolai depositó a su hermana en la cama con cuidado, ajustando una almohada bajo su cabeza. Diana mantuvo los ojos cerrados, su respiración fingida como un susurro débil, el pulso acelerado por el miedo a que todo explotara.
—Quédate con ella —dijo Nikolai, su voz tensa como un cable a punto de romperse—. Voy a buscar al médico de guardia. No puede desmayarse así sin razón.
Claus asintió, cruzándose de brazos. —Ve. Yo la cuido.
Nikolai salió rápido, la puerta cerrándose tras él. El silencio cayó pesado. Diana esperó unos segundos, sintiendo la mirada de Claus perforándola. Abrió los ojos lentamente, encontrándose con los de su hermano: dorados, intensos, llenos de rep