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El crepúsculo teñía el cielo de tonos anaranjados y violetas cuando Valeria salió a la terraza de la cabaña. El aire fresco de la montaña acarició su rostro mientras contemplaba el horizonte, donde el sol se ocultaba lentamente tras las copas de los pinos. Su mano descansaba sobre su vientre, cada día más prominente, recordándole constantemente que el tiempo seguía su curso implacable.

Escuchó los pasos firmes de Kael acercándose por detrás, pero no se giró. Había aprendido a reconocer su presencia, el ritmo de su respiración, incluso el sonido de sus pisadas sobre la madera. Era como si su lobo interior hubiera memorizado cada detalle de él, anticipándose a su cercanía.

—Pensé que estarías descansando —dijo él con voz suave, colocándose a su lado.

—No podía dormir —respondió Valeria, sin apartar la mirada del horizonte—. El bebé está inquieto hoy.

Kael guardó silencio por un momento, como si estuviera reuniendo valor para hablar. El viento mecía suavemente los mechones de su cabello
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