La habitación permanecía en penumbra, apenas iluminada por la tenue luz que se filtraba a través de las cortinas entrecerradas. El aroma de hierbas medicinales impregnaba el aire, mezclándose con el olor característico de Kael, ese aroma a bosque y tormenta que Valeria había aprendido a reconocer incluso con los ojos cerrados.
Llevaba tres días sin apenas separarse de su lado. Tres días en los que había visto a aquel poderoso Alfa reducido a un hombre vulnerable, luchando contra la fiebre y el dolor. La herida en su costado, aunque ya no sangraba, seguía siendo una línea rojiza y amenazante que se negaba a sanar con la rapidez habitual de los lobos.
Valeria humedeció un paño en el cuenco de agua fresca y lo pasó suavemente por la frente de Kael. Sus dedos se demoraron un instante más de lo necesario sobre su piel.
—Deberías descansar —murmuró él, con voz ronca, sorprendiéndola. Sus ojos, aunque cansados, la miraban con una intensidad que le provocó un escalofrío.
—Estoy bien —respondi