Ragnar estaba congelado. No por el dolor, aunque sangraba. No por el miedo, aunque se retorcía alrededor de sus pulmones como cadenas. Sino porque Atenea no se movía.
Su cuerpo yacía inerte en sus brazos, brillando débilmente con hilos de luz plateada que relucían sobre su piel como venas talladas en polvo de estrellas. Sus pestañas plateadas temblaban, pero no se abrían. Tenía los labios entreabiertos, la respiración superficial y el corazón apenas latía bajo su piel.
La abrazó, como si la pura fuerza de voluntad pudiera arrastrarla de vuelta. Su aroma era magia salvaje ahora. No solo lobo. No solo llama.
Skyrana. Atenea. Su compañera. Su perdición. Podía sentir su dolor, aunque solo lo sentía un fragmento debido al vínculo de pareja, pero estaba ahí.
—Vuelve a mí —susurró con voz profunda y áspera—. Por favor. —No sabía lo que estaba diciendo. ¿Por qué estaba diciendo todo eso?
El viento aullaba sobre el santuario, y la llama en el corazón de la montaña volvió a encenderse, el oro t