El silencio era más pesado que una piedra.
Atenea yacía en la cama, con las extremidades doloridas y la piel erizada por el calor de la batalla y la confusión. Las sábanas se le pegaban a la espalda, húmedas de sudor. No podía descansar. No con todas las cosas que gritaban constantemente en su cabeza, creando un enorme caos en su interior.
No con él en la habitación.
No con Ragnar sentado en ese sillón maldito como un demonio de guardia. Parecía tan enorme que su presencia intimidante hacía que su habitación pareciera más pequeña, por no mencionar su fuerte olor.
Oyó el sonido bajo de su respiración. Controlada. Medida. Pero debajo, algo hervía a fuego lento. El sonido de la violencia era contenido. La sangre se secaba a borbotones sobre su pecho desnudo, descascarándose en su clavícula. Sus garras ya no estaban, pero había grabado el recuerdo de la muerte en el suelo, las paredes, el aire.
Atenea apartó la cara de él, pero no ayudó. Todavía podía sentirlo como una tormenta agazapada en la oscuridad, esperando. Y entonces... de repente. Su marca palpitó.
No era el dolor sordo habitual. Esta vez, fue una mordida. Un fuego que lamía bajo su clavícula y se enroscaba alrededor de su columna vertebral como una serpiente. Jadeó, agarrándose el pecho. Imágenes al rojo vivo le quemaron la mente.
Un campo de batalla.
La ceniza caía como nieve.
Cuerpos esparcidos en montones retorcidos.
Y Ragnar, arrodillado ante ella. Su armadura se agrietó, sus ojos dorados y salvajes, gritando un nombre...
"Skyrana."
Ese nombre de nuevo, no sabía qué significaba. Pero era ella. El sonido resonó en sus huesos como un recuerdo grabado en fuego. Su respiración se volvió irregular. El pánico se apoderó de ella. Se incorporó con un grito ahogado, agarrándose el pecho solo para tener un fragmento de aire en sus pulmones.
Y Ragnar estaba allí. A su lado en menos de un suspiro.
—Atenea —espetó, cerrando las manos alrededor de sus muñecas.
Ella se retorció, jadeando. —Duele. Dioses. Me quema...
—Mírame —exigió—. ¡Mírame, maldita sea!
Sus ojos se encontraron con los de él. Una electricidad surgió entre ellos, cruda y asfixiante. Su agarre no era cruel, pero sí firme, como si temiera que ella se desvaneciera si la soltaba. Su rostro estaba contorsionado en algo que parecía demasiado cercano a la conmoción.
—Tú también lo estás recordando, ¿verdad —susurró.
—No. —Su voz temblaba. Su pecho subía y bajaba—. Estoy recordando lo que se siente al arder.
No le dijo que lo vio en su visión. ¿Qué estaba haciendo allí? Atenea estaba segura ahora de que ella era Skyrana y Ragnar era su enemigo, incluso entonces. Pero no se lo diría porque la mataría en ese mismo instante.
El fuego en su interior disminuyó, enfriándose hasta convertirse en brasas brillantes. El dolor se desvaneció, pero su cuerpo tembló. Ragnar no la soltó. La miró como si fuera algo sagrado y peligroso.
Después de un largo momento, finalmente la soltó, con los ojos aún fijos en los de ella.
Se puso de pie, caminando de regreso hacia las sombras de la habitación, pasándose una mano manchada de sangre por el cabello. Su voz se redujo a un gruñido bajo.
—Esta marca... Está jugando con los dos.
Atenea parpadeó, aun recuperando el aliento. Él continuó.
—Desde que te marqué, todo ha empezado a desmoronarse. Las visiones. El vínculo. El dolor. Pensé que no era nada, que podía controlarlo, contenerlo. Estaba equivocado. —Apretó la mandíbula—. Puede que tenga que hablar con el Visir Anciano en la aldea. Es más antiguo incluso que el reinado de mi padre. Si alguien sabe qué es esto, es él.
Se giró para mirarla de nuevo.
—Pero ya no creo que esto se trate solo de la marca. Creo que se trata de quiénes somos. O... quiénes éramos.
El corazón de Atenea latía con fuerza, rápido y atronador. Pero antes de que pudiera responder.
¡BOOM!
Una explosión profunda y antinatural sacudió el palacio. Los muros se estremecieron. Las antorchas que bordeaban el Ala de Obsidiana se apagaron todas a la vez. Un pulso de oscuridad onduló a través de la piedra como un estertor.
La cabeza de Ragnar se giró hacia la puerta. Sus ojos brillaban como oro fundido. Un gruñido resonó en su garganta, pura rabia animal.
Giró hacia Atenea y la empujó detrás de él, con las garras deslizándose libremente de nuevo, los músculos tensos como un depredador desatado.
—Quédate detrás de mí —gruñó—. No te muevas.
Abrió la puerta de la cámara de una patada.
El pasillo más allá de su cámara parpadeaba con sombras distorsionadas. Espirales negras de magia se deslizaban por las paredes como seres vivos. El olor la golpeó primero, hierbas quemadas, sangre y podredumbre. Brujería.
¿Pero cómo era esto posible?
Figuras emergieron de la oscuridad.
Una de ellas llevaba un colgante, un símbolo antiguo, una espiral de lunas y dientes. Atenea contuvo la respiración. El símbolo de su visión. El hombre estaba envuelto en fuego blanco. El traidor.
—Han venido otra vez para matarme —susurró, y esta vez estaba aturdida porque hablaba como Skyrana.
Ragnar no esperó. Se puso en movimiento. Un destello de colmillos. Un rugido que partió la piedra. Golpeó primero, una masa de músculos y furia, estrellando al atacante más cercano contra la pared con tanta fuerza que el cuerpo se dobló como papel.
Las trampas mágicas cobraron vida, brillando en rojo y verde a través del pasillo. Pero Ragnar las atravesó, protegiendo a Freya con su cuerpo, desgarrando con sus garras las barreras y la hechicería como si fueran telarañas.
El siguiente atacante lanzó un rayo de fuego oscuro, Ragnar lo atrapó con una mano con garras y lo devolvió. Llegaron más. Demasiados.
—¡Ragnar! —gritó Atenea, retrocediendo hacia la pared del fondo, con las manos temblorosas. Su marca latía violentamente. Un enemigo atravesó la última ola de defensa.
Una figura alta, vestida de negro, corrió hacia ella. No podía moverse. No podía respirar. Pero su cuerpo se movió hacia ella. Un estallido de luz salió disparado de su pecho. La marca se encendió como un sol, dorado y violento.
¡BOOM!
Una onda expansiva brotó de su piel. Cegadora, abrasadora, antigua. El pasillo explotó en luz pura. Las sombras gritaron y se desintegraron. Las paredes se agrietaron. El polvo cayó como nieve. Y entonces... nada.
Silencio.
Atenea se desplomó. Sus extremidades se aflojaron, sin aliento, su cuerpo brillaba débilmente como si una llama interior se hubiera despertado. Ragnar la atrapó antes de que cayera al suelo. Cayó de rodillas, atrayéndola contra él, la sangre y la luz se unieron entre ellos. Ella brillaba en sus brazos. No solo la marca. Toda ella.
Su voz era un susurro, áspera y estrangulada mientras miraba su piel ardiente.
—¿Qué eres, pequeña omega?
Y por tercera vez en su vida, Ragnar, el tirano rey lobo, se quedó sin palabras ante la misma omega.