El mundo olía a aire quemado y seda empapada en sangre, y ella se estaba ahogando en ellos a pesar de todos sus esfuerzos por resurgir. Su corazón estaba angustiado, junto con su alma. Su cuerpo estaba tan débil que incluso respirar le resultaba difícil.
Atenea se removió bajo las sábanas de terciopelo que se sentían demasiado pesadas y suaves para el caos que aún se aferraba a su piel. Su cuerpo era fuego y ceniza, sus extremidades le dolían, la piel afiebrada, su respiración se entrecortaba como una espada clavada en su garganta. Todo estaba en silencio. Demasiado silencio. Intentó luchar contra la fatiga que la consumía. Pero era tan condenadamente fuerte. Le tomó mucha fuerza despertar.
Sus pestañas se abrieron. El techo de obsidiana sobre ella le parecía desconocido, aunque lo había visto antes. La lámpara de araña ya no brillaba. La paranoia la golpeó. Podía sentir sombras enroscadas en los rincones de la cámara como bestias dormidas, y ni siquiera había apartado la mirada del t