La casa rodante tenía muchos lujos, pero no podía ocultar su mayor defecto: un baño diminuto. Una cabina blanca con una ducha estrecha, un espejo empañado y espacio apenas suficiente para moverse. Yo lo había evitado todo el viaje, bañándome en los hoteles donde parábamos, pero esa mañana no había excusas. Me levanté medio adormilada y fui directo al baño.
No escuché el agua correr porque había otro de los escoltas conduciendo el vehículo y el ruido del motor lo cubría todo. Abrí la puerta sin pensar. Y ahí estaba él.
Carlos, completamente desnudo, bajo el agua caliente. El vapor resbalaba por su piel, las gotas seguían el camino de sus hombros hasta la cintura. Me quedé paralizada, los ojos fijos, el aire atrapado en la garganta.
Él me vio primero en el espejo empañado y luego se giró, con esa sonrisa burlona que me sacaba de quicio.
—Te gusta lo que ves —dijo con voz grave, divertido. Dio un paso hacia adelante, sin prisa, como quien disfruta del espectáculo.
No reaccioné. Ni siquie