El silencio fue lo primero que escuchó. Alexandra abrió los ojos con lentitud. La luz era tenue, filtrada por cortinas gruesas. No reconocía el techo, ni las paredes, ni el olor del lugar. No había sirvientas, ni guardias, ni las sombras familiares del palacio. El colchón era demasiado blando.
Intentó incorporarse, pero el cuerpo no le respondió del todo. La cabeza le pesaba y el estómago le ardía.
El corazón le golpeó el pecho cuando vio la puerta abrirse.
Un hombre entró. Alto, de hombros anchos, con una expresión cansada y una mirada firme.
—Tranquila —dijo él—. Estás a salvo.
La voz la desconcertó. Tenía autoridad, pero sonaba distinta a todas las que había oído en Zafir.
Alexandra retrocedió unos centímetros en la cama, buscando el borde con las manos.
—¿Dónde estoy? —preguntó, con el hilo de voz que le quedaba.
—En una residencia del norte —respondió él—. Te encontré desmayada en los jardines del palacio.
Ella negó con la cabeza, sin entender. Los recuerdos eran fragmentos suelto