94. Te dije que temblarías, Névara…
Me doy cuenta demasiado tarde de que el aire del santuario se ha llenado de un murmullo distinto, de un rumor apenas audible que no nace de los corredores de piedra sino de los cuerpos que se deslizan por ellos, de los ojos que me siguen con una devoción fingida y con un temor apenas velado, y sé, sin necesidad de que nadie me lo diga, que entre estas paredes ya no reina la obediencia pura, que algo se mueve debajo de la superficie como una telaraña que me envuelve sin que yo pueda ver del todo sus hilos.
Camino por los pasillos, la túnica dorada rozándome los tobillos, y cada paso resuena con un eco prolongado, demasiado largo, como si el santuario mismo quisiera recordarme que estoy atrapada en su vientre de piedra, y es entonces cuando siento una mano rozar apenas mi muñeca, un gesto breve pero cargado de intenciones, y al girar descubro la mirada del Forastero, tan insolente como siempre, con esa sonrisa que no se inclina ante nadie y que pretende jugar con mis límites como si mi