95. ¿Y si lo aceptaras?
La primera señal de que algo ha cambiado no llega en forma de visión ni de canto, sino como un estremecimiento en el aire, una vibración que me recorre la piel como si el santuario entero respirara conmigo y contra mí al mismo tiempo, y mientras camino entre los corredores dorados que se iluminan con los rayos oblicuos del sol de la tarde, siento que no estoy sola, aunque sé que mis pasos son los únicos que resuenan, y sin embargo la sensación es la de una compañía invisible que me acaricia el oído con un murmullo que todavía no alcanzo a descifrar.
El eco, esa entidad que he intentado comprender desde que despertó en nuestro mundo, ahora parece tener voz propia, una voz que no es abstracta ni lejana, sino cercana, húmeda, peligrosa, y me atrevería a jurar que mientras me detengo ante el umbral del salón principal, donde los consejeros esperan mi llegada, alguien me llama con un susurro que no puedo ignorar.
—Névara... —la voz se arrastra como una seda deshilachada, como un hilo calie