92. La deuda en la carne.
Todavía sentía el hueco en mi pecho, como si la ausencia de su calor hubiera dejado una forma exacta de ella dentro de mí, y en ese vacío se instalaba una rabia que no sabía si quería dirigir contra el eco, contra el Forastero o contra mí misma; la sala parecía más estrecha, las paredes cargadas de un aliento antiguo que no pertenecía a ningún ser vivo, y sin embargo mi piel ardía, no por el frío de la pérdida, sino por el roce que había quedado como una sombra de las manos que me habían sujetado para impedirme detenerla.
El Forastero seguía ahí, quieto, mirándome con esos ojos que parecían tener siglos de paciencia, y yo supe que él sabía lo que estaba haciendo, que había calculado no solo el resultado de su sacrificio, sino también la forma en que me empujaría a depender de él en ese instante; me acerqué con pasos lentos, cada uno una amenaza y una promesa, y él no se movió, ni siquiera cuando mi respiración empezó a rozar la suya.
—¿Por qué lo dejaste ocurrir? —pregunté, y aunque m