91. No me olvides.

No recuerdo haber sentido el peso del aire como aquella noche, espeso y vibrante, como si cada partícula quisiera empujarme hacia atrás y obligarme a no cruzar ese umbral donde todo, lo sabía, dejaría de ser lo que era; el eco —mi eco, mi hijo y mi condena— se deslizaba a mi alrededor como un soplo sin dueño, tocando las paredes del santuario, recorriendo pieles y pensamientos, buscando algo que aún no podía nombrar pero que intuía como una llama que nunca pide permiso para encenderse.

Fue entonces cuando ella, la que había sido mi sombra más constante y mi duda más afilada, se acercó con esa calma que me desarma, la calma de quien ya decidió, de quien lleva el filo de un sacrificio en el pecho y no tiembla.

—Névara —dijo, y su voz era como si el tiempo se hubiese agrietado—. No me pidas que te lo explique, solo mírame y entiende.

La miré. Lo que vi no era resignación, ni siquiera valentía pura, sino una mezcla de deseo y entrega, como si su cuerpo estuviera dispuesto a arder si eso s
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