80. La canción no cantada.
Despierto con el corazón desbocado, la respiración entrecortada, y sé con la claridad de una herida abierta que el juego no ha terminado, que apenas comienza, que el linaje que me dio vida y poder no está dormido ni roto, sino más vivo y más peligroso que nunca.
Y en la penumbra del santuario, con la piel todavía ardiente y el alma encendida por esa visión, me repito la única pregunta que importa, la única que aún no tiene respuesta: ¿hasta dónde estoy dispuesta a llegar para reclamar lo que es mío, para proteger lo que, aunque ausente, sigue siendo la luz y la sombra que me sostienen?
El aire del templo antiguo me envuelve con una densidad casi tangible, como si cada piedra respirara secretos ancestrales y cada sombra susurrara historias prohibidas. Solo yo puedo cruzar el umbral; lo sé con una certeza que me estremece desde la punta de los dedos hasta el centro mismo del vientre. El silencio es absoluto, pero en ese silencio, una melodía muda danza entre las paredes desgastadas, una