81. Lenguas que besan y maldicen.
El aire del santuario es denso, cargado de una mezcla intoxicante de deseo, poder y secretos a punto de estallar; nunca antes siento que el erotismo pueda ser tan visceralmente entrelazado con la urgencia de un destino que pesa sobre mis hombros como una corona hecha de brasas. Estamos allí, Meira, el Forastero y yo, no como amantes en un simple triángulo de afectos, sino como piezas de un ajedrez en el que cada movimiento es un acto de conquista y defensa, una danza de poder en la que el cuerpo es la batalla y la tregua al mismo tiempo. No hay ternura ni promesas, solo la tensión constante de lo prohibido y lo inevitable, y esa mezcla febril me envuelve con un ímpetu que casi puedo tocar con las manos.
Los cuerpos se buscan como si fueran reflejos rotos, fragmentos de un mismo espejo fracturado por el tiempo y las heridas no cerradas. Meira, con su fuego contenido y sus ojos que guardan un abismo, toca mi piel con una mezcla de anhelo y temor, como si cada caricia fuera un gesto de d