79. Las bocas que callaron primero.
Aquella conversación, cargada de un humor oscuro y una tensión apenas contenida, rompió por un instante el silencio opresivo que había invadido mi vida desde la desaparición de mi hijo. Soren parecía ser el único que, con su irreverencia, podía desafiar las sombras sin caer en su abismo.
Esa noche, después de dejarlo meditando en sus propios enigmas, me retiré a un baño solitario, buscando en el calor del agua una tregua para mi cuerpo y mi mente fatigados. El agua se entibiaba con mi aliento, y mientras me sumergía, sentí esa presencia. Una mirada invisible, un aliento frío que recorría mi piel desnuda. Me giré lentamente, mi cuerpo estremeciéndose, pero no había nadie. Solo el reflejo oscuro en la superficie del agua, y la certeza inquietante de que alguien —o algo— me observaba.
No era miedo, sino un conocimiento antiguo, un juego perverso entre la certeza y la duda, como si el santuario mismo respirara y guardara secretos demasiado peligrosos para ser revelados con facilidad. Cerr