41. El que me toca, muere.
El santuario olía a corteza quemada y a savia rota, como si la propia tierra recordara heridas antiguas y las exhalara al aire en un suspiro pesado, una quietud que no era paz sino amenaza, una pausa tensa que contenía la respiración de la luna misma, que parecía observarnos con ojos fríos, midiendo cada latido antes de decidir si la próxima noche sería de sangre o de ceniza. El asedio se había sellado: nadie entraba ni salía, y cada rama que crujía bajo el viento murmuraba nombres que no pronunciaba desde que huyó de su antiguo hogar, nombres que se pegaban a la piel como lodo húmedo y recordaban que cada decisión llevaba eco en la eternidad.
Las Betas, reunidas en círculo bajo la luz vacilante de las antorchas, ya no eran solo seguidoras; eran cómplices de un destino que ninguna había elegido, pero que todas sostenían en la sangre, un pacto invisible que palpitaba en cada pulso, en cada respiración que temblaba entre miedo y deseo. Las más jóvenes vibraban con nerviosismo, temblando