Desde que la luna cambió de rostro, desde que el santuario comenzó a llenarse de susurros que no nacen de las bocas sino del aire mismo, de los muros, de la madera que cruje como un lamento antiguo, Meira evita mi mirada como quien esquiva la espada que lleva dentro del pecho, y yo lo noto en cada gesto mínimo: en cómo acomoda el cabello sobre su nuca, en la forma en que cruza los brazos sobre el pecho como si pudiera contener un corazón que ya no le pertenece, como si intentara esconder la tormenta que ruge bajo su piel. Las otras Betas lo notan, pero solo superficialmente: más callada, más disciplinada, más entregada al ritual de obedecer sin cuestionar, y por eso no sospechan; pero yo la conozco, la siento vibrar como un hilo que podría romperse en cualquier instante, y no hay nada que me engañe sobre lo que late tras sus ojos húmedos y sus labios apretados.

Esa noche la llamo a mi cámara. La luz que se filtra por los ventanales es difusa, azulada, cargada de polvo de luna que se p