32. El que no tiene clan.

La noche se abre sobre el bosque como una herida cálida en el cielo, y la luna —a medio rostro, a medio grito— cuelga sobre nosotras con una paciencia impiadosa, observando sin intervenir, testigo silencioso de los ritmos que empiezan a agitarse bajo mi piel, esos que ya no son solo míos, que laten entre las sombras y los pliegues de mi vientre, avisando que algo o alguien se acerca, convocado por un impulso más antiguo que la sangre y más urgente que el deseo. Las otras Betas duermen, enredadas en mantas y recuerdos, exhaustas del día, sumidas en sueños que no me pertenecen, pero yo no puedo. El pulso de mi vientre me reclama, y el don, cálido y vibrante, se agita dentro de mí, latiendo distinto, anticipando, despertando algo que reconoce su origen antes incluso de que aparezca la forma que lo convoca.

Lo siento antes de verlo. Lo reconozco en la vibración que sube por mis piernas descalzas, en el estremecimiento sutil que me recorre la espalda, en la humedad que se desliza entre mis
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