285. Te lo advertí.
El olor a humo todavía flota sobre el mármol del palacio, como si la guerra hubiera decidido quedarse a dormir entre mis muros. Los estandartes ennegrecidos por el fuego cuelgan en silencio, y cada esquina respira la mezcla agria de incienso, sudor y miedo. He sobrevivido a la primera derrota —parcial, dicen los informes, aunque todo en mí siente que fue más profunda que eso, más íntima—. No perdí solo soldados ni tierras, sino algo que no sé nombrar todavía, una parte del pulso que me mantenía erguida.
Aun así, sonrío frente al espejo. Mi reflejo parece más firme que mi cuerpo, más seguro que mis pensamientos. El cabello cae sobre mis hombros como una capa de sombras, y la marca, esa cicatriz luminosa que el beso dejó sobre mi clavícula, brilla débilmente con un resplandor dorado. Cada vez que alguien me mira demasiado cerca, siento que late, como si respondiera a las intenciones ajenas. He aprendido a usarla como advertencia, como promesa.
El consejo exigió sacrificios al amanecer.